Para el Presidente la elección de 2006 nunca será un caso cerrado o juzgado. Al paso del tiempo sigue encontrando agravios que no deja a un lado, más bien a la primera oportunidad que tiene hace referencia a ellos.
Su contundente triunfo del 2018 parecía ser una suerte de reivindicación o hasta de justicia divina, la cual pudiera permitirle al tabasqueño ver a la distancia la obsesiva elección bajo otra perspectiva, es evidente que no ha sido así.
Más bien se han venido ahondando las diferencias. No deja de señalar y en muchas ocasiones plantea juicios parciales sobre una historia que, sin duda, tuvo a López Obrador como el más afectado, pero que también de alguna manera acabó repercutiendo en la sociedad en su conjunto.
La toma de Paseo de la Reforma y Avenida Juárez fue una decisión audaz. En su momento ponderamos lo que estaba pasando, a pesar de lo que estaba provocando. Si López Obrador no hubiera tomado una decisión de esta naturaleza no hubiera podido tener control sobre su movimiento.
La gente estaba indignada y dispuesta a tomar la calle sin importar las repercusiones de ello. Los campamentos resultaron una riesgosa salida, pero eran la alternativa ante una situación cercana a los límites de la explosión social.
Todo lo que vino después, como aquello de un gobierno paralelo y su “toma de posesión”, terminó por ser una estrategia de confrontación con el gobierno de Felipe Calderón a sabiendas de que el asunto sería mediático y tendría altos niveles de atención como terminó siendo.
Sin embargo, al final todo quedó en actos simbólicos que no llegaron a trascender en la gobernabilidad del país. Los seguidores del tabasqueño fueron dándose cuenta que no había camino de regreso. De euforia de la militancia pasó inevitablemente a la desmovilización.
Lo que sí pasó durante algún tiempo fue que los seguidores de López Obrador se presentaban en todos los actos posibles del gobierno calderonista. Durante dos años más menos, esta manifestación política tuvo repercusión, pero al paso de los días, en medio de la insalvable cotidianidad, todo pasó a segundo plano.
Felipe Calderón pudo gobernar, pero nunca se desprendió de su desafortunada frase de “haiga sido como haiga sido”.
No queda claro por qué López Obrador no quita de su radar la elección del 2006. Algunas de sus referencias sobre lo sucedido son parciales, porque olvida que diversos medios de comunicación fueron solidarios en todos los sentidos, algunos periodistas la pasaron muy mal por todo ello. El trabajo periodístico obedecía más que a una causa por el tabasqueño tenía que ver con la defensa del ejercicio profesional.
Los ataques presidenciales al INE se asoman más a un instituto que era, que a un instituto que es. El país ha evolucionado en su democracia de manera significativa desde el 2006. Sin embargo, López Obrador considera que el INE está estancado o algo parecido sin considerar que su triunfo en 2018, el cual se debe sin duda a los 30 millones de votos, tuvo un marco legal que permitió el desarrollo y la instrumentación de un proceso organizativo.
Nadie ha dicho que el instituto hizo que ganara López Obrador. Lo que sí pasó es que la legalidad del proceso se estableció a través del Instituto.
El 2006 le sirve al Presidente para arremeter contra sus adversarios. Así ha sido todos estos años, la diferencia es que ahora tiene el pleno poder del discurso para la gobernabilidad y el tema se convierte en lo que quiere que se convierta.
Es un laberinto del cual nunca vamos a salir, porque al Presidente le interesa tenerlo en el imaginario colectivo. Es una forma de utilizarlo y también de intentar mostrar sistemáticamente una cara abyecta de sus adversarios.
RESQUICIOS.
Donald Trump está contra las cuerdas. El panel que investiga al expresidente informó ayer de todas las violaciones a la ley del empresario: “Si la fe está rota también está rota nuestra democracia. Trump rompió esa fe”.