I. SERHIY ZHADAN: UN CLÁSICO IRREMPLAZABLE
Se dice que cada guerra encuentra el mejor o los mejores cronistas literarios para contar esa atroz y bárbara experiencia que rompe todos los parámetros conocidos de la vida normal, civilizada, en comunidades que hasta entonces no se habían visto obligadas a vivir en un infierno dantesco cotidiano e inimaginable. Si grandes clásicos como Sin novedad en el frente de Remarque, Por quién doblan las campanas de Hemingway o Vida y destino de Vasili Grossman relataron los horrores de la guerra, vividos en directo, se puede decir que en el caso de la actual guerra de Ucrania, una magnífica y sobrecogedora novela como Orfanato (Galaxia Gutenberg, 2022), del poeta, músico y narrador Serhiy Zhadan, será recordada como un clásico literario irremplazable.
Reconocido como uno de los más grandes poetas ucranianos de la actualidad, además de filólogo que se doctoró con una tesis sobre los futuristas ucranianos de los años veinte, músico que se define a sí mismo como “proletario punk”, así como traductor de Bukowski y Paul Celan, entre otros, Zhadan recibió con toda justicia no hace mucho el Premio de la Paz de los Libreros alemanes.
Como poeta, comenzó su exitosa carrera en 1990 y sus versos revolucionaron inmediatamente la poesía ucraniana del momento, convirtiéndose en un autor de culto y entroncando con el estilo de los escritores de la gran vanguardia ucraniana de principios del siglo XX, a la que dedicó su tesis. Sólo la lectura de su impresionante libro A New Orthography, de 2020, deja al lector estremecido, poema a poema. La extraordinaria calidad literaria de cada una de las piezas por separado, la sobrecogedora y dolorosa exposición, seca, sintética, de un lirismo entre letalmente prosaico y metafísico, entre antisentimental y descarnado, produce continuos zarpazos y cortocircuitos insólitos en la mente del lector. Algo que se repite, si cabe acrecentado, con la obra maestra que es Orfanato. Una road movie, de tonos y atmósferas casi distópicas —al modo de La carretera, de Cormac McCarthy— por los no-paisajes y exlugares fantasmales que deja la guerra a su paso. En especial, en la zona de nacimiento del propio Zhadan, en permanente estado de descomposición.
SERHIY ZHADAN nació en 1974 en Starobilsk, en la región del Este de Lugansk, donde surgieron las Repúblicas Populares separatistas prorrusas, en lucha feroz con el gobierno de Kiev. Su lugar en la literatura ucraniana, junto a autores como Andréi Kurkov, Yuri Andrujovich o las magníficas poetas Lyuba Yakymchuk (autora de Apricots of Donbas) y Marianna Kiyanovska (Las voces de Babi Yar) es un lugar de excepción. Una literatura, la ucraniana precisamente, que enseña el protagonista de Orfanato, y que por fuerza ha cambiado en los últimos años, desde la anexión en 2014 de Crimea por parte de Rusia, que comenzó a armar a los insurgentes. Como el mismo Zhadan ha dicho, ahora escribe un tipo de literatura “distinta a la de antes de 2014”.
La participación activa de este escritor, o artista total, en la política ucraniana comenzó cuando era estudiante y ha continuado a lo largo de las diversas crisis políticas en su país. En 1992 fue uno de los organizadores del grupo literario neofuturista de Járkov, El Cardo Rojo. Participó en las manifestaciones de la Revolución Naranja de 2004 y en 2013, fue miembro del consejo de coordinación del Euromaidan en Járkov. Todo aquello desembocaría en la renuncia del presidente Yanukovich, respaldado por Rusia. Desde 2014 y la adhesión de Crimea a Rusia, Zhadan ha realizado numerosas visitas a las líneas del frente de la región oriental de Donbás, involucrada directamente en el conflicto armado con los separatistas, apoyados por Rusia. A lo largo de 2022, año de la invasión a Ucrania por parte de Rusia, Zhadan ha estado organizando y apoyando transportes de medicamentos, alimentos, productos de higiene para la población civil y automóviles para hospitales en la ayuda de Járkov, donde vive.
En Orfanato se narra la historia, o viaje conradiano y apocalíptico, de tres días a través del corazón de las tinieblas por parte de un joven maestro descreído y apolítico, Pasha
LO VERDADERAMENTE EXCEPCIONAL en sus textos literarios sobre la guerra, ya sean poemas, o novelas como la desoladora y a la vez bellísima Orfanato, es que más allá de ceder al carácter de urgencia, propagandístico, debido a la dureza de las situaciones y de lo vivido día a día por todos, lo que se produce página tras página es literatura de altísima calidad y exigencia. Sus imágenes, metáforas, escenas espectrales, reflexiones y diálogos reflejan la condición humana al completo, sin engaños ni edulcoramientos, más allá de todo cliché y de la búsqueda artificial de impactos emocionales y fingidamente estéticos o sensibles.
En Orfanato se narra la historia, o viaje conradiano y apocalíptico, de tres días a través del corazón de las tinieblas por parte de un joven maestro descreído y apolítico, de nombre Pasha, en busca de su sobrino internado en una escuela bombardeada en plena línea del frente. A lo largo de su recorrido por carreteras solitarias, edificios y puentes volados, atravesando sin cesar controles de un frente cambiante en el que nadie se fía de nadie, se espían los acentos y cuando se dice “los vuestros” saltan súbitamente las alarmas, todas las guerras parecen haber tenido ya lugar. También una tercera y temible nuclear.
Este sótano —dirá con triste ironía la directora de la escuela u orfanato que, junto al profesor de educación física, son los únicos que no han huido y se han quedado al cuidado de los alumnos— lo construyeron en la época soviética como refugio antiaéreo. En caso de que estallara la Tercera Guerra Mundial. Fue construido expresamente para nosotros.
La novela cuenta la historia de este joven profesor de ucraniano de la región de Lugansk (cuya ciudad ficticia es nombrada como “la Estación”), mientras atraviesa la tierra disputada entre el territorio controlado por el gobierno de Ucrania y las regiones capturadas por los separatistas respaldados por Rusia. El joven Pasha vive con su padre, antiguo ferroviario, que apenas sabe manejar su viejo móvil lleno de magulladuras, pero que sin embargo está conectado permanentemente a la tele: una especie de “llama eterna”, que ni siquiera apaga cuando duerme.
Por su parte, Pasha, este último año de la guerra, se ha negado a escuchar las noticias “normalmente aterradoras”. Su misión ahora será recuperar a su sobrino de trece años, atrapado lejos de ellos, en un orfanato al otro lado del frente de guerra. La hermana de Pasha trabaja como maquinista de tren y al no poder cuidar de su hijo, Sasha, lo manda a un “internado”. Aunque en ucraniano se llame orfanato, en realidad funciona como un internado no sólo para huérfanos. En la época soviética, los internados eran lugares donde los niños podían ser dejados indefinidamente y de forma gratuita, aunque en condiciones sombrías e incluso potencialmente mortales, mientras sus padres estaban ocupados en otras partes construyendo el comunismo.
ESTA MAGNÍFICA NOVELA de 2017 fue escrita en la primera fase de la guerra, cuando la lucha se limitaba al Donbás. En 2022, el año de la invasión, todo se recrudecería y los misiles rusos extenderían estas escenas de terror mucho más allá del Donbás: a Kiev, Odesa, Járkov, Jersón, Mykolaiv. Mientras el ejército ucraniano luchaba para defender Kiev de los invasores rusos, decidió volar los puentes hacia la capital. Cuando Irpin, el suburbio acomodado de Kiev, fue atacado por Rusia, los residentes huyeron a pie, cruzando el río bajo un puente roto. Ahora es tan sólo una ciudad fantasma.
El escenario que atraviesa Pasha hasta llegar a la escuela donde está internado su sobrino es apocalíptico, de un fin del mundo, al menos el mundo conocido hasta entonces. Abundan los puentes volados, multitudes que deambulan como zombis de un lado para otro (“los hay que andan solos, otros forman grupos de dos o más personas, emergen fatigosamente desde detrás de la línea del horizonte, pero deben avanzar, acercándose con terquedad, guiados por la bandera de su país sobre el puesto de control que les sirve como referencia”), ciudades en ruinas, carreteras fantasmalmente desiertas, edificios residenciales bombardeados con “los muebles derramados por fuera, como las entrañas de alguien después de haber sido cortados”, controles y más controles con soldados de los que Pasha a veces “no acierta a comprender en qué idioma hablan, si en ruso o ucraniano”, patrullas militares con comandantes acompañados de su edecán
… que parecen cantantes de ópera, con guerreras de aspecto extraño y hombreras con insignias sin identificar, mientras que del pecho cuelgan unas condecoraciones en forma de cruz y sobre sus hombros tienen echado un abrigo con piel de castor.
De vez en cuando alguien, como un profeta clamando ante un mundo en fuga, ante gente guiada por el pánico que huye de los bombardeos y la destrucción dejando sus casas atrás, “abandonadas en manos de sus enemigos”, se pone a chillar ante todos, apretando los puños:
¿Cómo pudimos huir y abandonar la ciudad como traidores?… ¿Cómo es posible? ¿Quién responderá por ello? Olezha, mi compadre, ni siquiera pude enterrarlo, arrastrarlo hasta la nieve, allí sigue, carbonizado, en la gasolinera. ¿Quién se hará cargo de él? ¿Quién rescatará tu cuerpo?
El viaje de Pasha pronto se convierte en una misión difícil, casi suicida. Antes de ponerse en camino, la desconfianza ante las noticias es total. La propaganda que llega de Rusia es sin cesar un arma de guerra eficiente usada contra Ucrania. Pero su hermana le ha rogado que traiga de vuelta a su sobrino y él no duda en partir, en lugar de su anciano padre.
En su camino al orfanato pasa junto a soldados, puestos de control, o conoce a corresponsales cínicos de prensa, como el americano Peter, que le comenta que iba a pescar con su padre al Pacífico, mientras Pasha lo hacía en pequeños ríos ucranianos. Finalmente, llega a un motel de dos pisos llamado, irónicamente, Paradise, con sus ventanas destrozadas por explosiones. “Es como el primer círculo del infierno”, señala un personaje. Muchas personas han abandonado la ciudad. Los que todavía quedan se esconden en sótanos húmedos, sin apenas electricidad, comida o agua potable.
Algunas de las mejores y más conmovedoras páginas de la novela se remontan tanto a la descripción de ese lugar natal desolado, como a los recuerdos de la niñez depauperada
DESDE EL COMIENZO de su carrera, la poesía de Zhadan había girado alrededor de su tierra natal. Es decir, los paisajes industriales del este de Ucrania. Su novela Voroshilovgrad (el nombre soviético de Lugansk), de 2011, contaba la historia de un joven llamado Herman que dejó su ciudad natal, Starobilsk (en la región de Lugansk), pero que tiene que regresar a su tierra para proteger lo que le pertenece. Ese no-lugar es el que seguirá existiendo fantasmalmente en Orfanato, de 2017.
Algunas de las mejores y más conmovedoras páginas de esta novela se remontan tanto a la descripción de ese lugar natal desolado, como a los recuerdos de la niñez triste y depauperada de Pasha, de sus sueños e ilusiones sencillas, rotas sin cesar, anheladas con febril y desesperada emoción. Por ejemplo, ir tan sólo unos días de vacaciones, gracias a un vale que ha obtenido su madre para el balneario de un pueblo vecino, en un pinar, a orillas del río. Algo que le parece a toda la familia “irreal”, porque ya hace mucho que no obtienen nada: “El pueblo vecino no es la costa sur, desde luego, sino un agujero como la Estación, pero habrá que pagar un extra por los niños, aparte de los gastos de alojamiento y comida”.
Al final, echan cuentas y no van. Pasha, que jamás había tenido una maleta, sino que había metido a toda prisa lo primero que se le había ocurrido —sus novelas de detectives favoritos, un jersey grueso, una viejas gafas de sol encontradas en un cajón— en una bolsa gastada de su padre de las de ir al mercado, rompe a llorar al darse cuenta de que, como siempre, no habrá nada: “Ni deportes, ni excursiones al bosque, nada”. Tiene trece años entonces, la edad de su sobrino ahora perdido en un orfanato, pero la ausencia de un futuro previsible en una zona industrialmente decaída, devastada, abandonada a su suerte, va a convertirse en una constante. Salvo en el caso de que uno llegue a convertirse en un funcionario. En un maestro, por ejemplo, como se dirá el propio Pasha. Profesor de Lengua Ucraniana, para ser exactos. “Eso es lo mismo que enseñar latín”, le dirá con sarcasmo el cínico periodista americano, Peter.
En aquella época de la niñez de Pasha, una vez derrumbada la antigua Unión Soviética, a principios de los noventa, a sus padres les empieza a faltar el trabajo: no ganan nada y sin embargo “siguen yendo a la Estación cada mañana, como unos malditos autómatas”. Como un Detroit del Este abandonado y derruido, antaño en plena actividad, la Estación cae rápidamente en desuso, mientras la hierba invade las vías férreas y el edificio adquiere “el aspecto de un velero saqueado por piratas, del que sólo quedan las paredes y las consignas del partido que cuelgan de ellas”. El país había cambiado vertiginosamente. Sin embargo, los vecinos del nudo ferroviario no pudieron cambiar, “carecían de los mecanismos necesarios”. Así que, dispuestos a cumplir los planes “al cien o ciento cincuenta por ciento… sólo que a nadie le importan ya sus compromisos”, todos siguen yendo al trabajo por el que les han dejado de pagar: “Sencillamente porque no habían hecho otra cosa en la vida, uno se levanta por la mañana como un esclavo en las galeras y se mueve hacia la playa de maniobras de la Estación”.
Una vez que recoja a su sobrino, Sasha, y lo traiga de vuelta a casa, Pasha se tropieza por última vez con Peter, el corresponsal americano con su anorak “de marca cara, sus botas embarradas, una mochila”, que se ofrece a llevarlos a la Estación. La despedida entre los dos será seca, abrupta. “Tal vez pienses que soy un imbécil”, le dice el periodista, mientras Pasha se queda en silencio y no lo desmiente. Al alejarse, su sobrino se lo reprocha: “¿Por qué te has puesto de esa manera con él?”, le dice a su tío. “Porque no le interesa nadie realmente. Nosotros tampoco le interesamos. Él se irá y nosotros nos quedaremos. Eso es todo”.
II. ANDRÉI KURKOV: BECKETT ENTRE KIEV Y EL DONBÁS
En uno de los múltiples controles para atravesar las zonas en guerra, entre Ucrania y las repúblicas prorrusas escindidas de Donesk y Lugansk, el bonachón y pacífico Sergueich, jubilado y devoto apicultor, protagonista de Abejas grises (Alfaguara, 2022), de Andréi Kurkov, es detenido por un hombre vestido de camuflaje. Sergueich ha decidido atravesar la línea del frente hacia la Crimea tártara para salvar a sus abejas de los bombardeos que han empezado a caer también en su pueblo, Malaia Starogradovka, abandonado por todos y situado en tierra de nadie, en la llamada “zona gris”, entre unos y otros. “¿Le enseño el pasaporte?”, le dice al militar. “No, qué va, si le he reconocido. Es que no tengo a nadie con quien hablar”, le responde aburrido el tipo camuflado.
Nacido en Leningrado en 1961, aunque desde su infancia vive en Kiev, Andréi Kurkov, presidente actual de la Unión de Escritores Ucranianos, es desde hace tiempo el escritor de este país con mayor proyección internacional, junto al igualmente singular Yuri Andrujovich, originario de la muy literaria Galitzia exaustrohúngara. A ellos se une el espléndido autor, una generación más joven, Serhiy Zhadan (Starobilsk, Lugansk, 1974), el autor de Orfanato, uno de los pilares de la literatura ucraniana postsoviética.
Ni uno solo de estos tres grandes escritores ha abandonado su país desde que se inició la invasión rusa. Su respuesta ha sido seguir escribiendo obras de distinto género, así como numerosos artículos, traducidos a todas las lenguas, en los que explican al mundo la brutalidad de la guerra actual.
¿Han tratado ustedes alguna vez —dirá Andréi Kurkov en su Diario de una invasión, de 2022—de mantener el optimismo durante una catástrofe o una tragedia, durante unas operaciones militares sanguinarias? Yo lo he intentado y continuaré haciéndolo. Soy una persona de etnia rusa que siempre ha vivido en Kiev. Percibo en mi visión del mundo, en mis comportamientos y en mi actitud hacia la vida un reflejo de la visión del mundo y los comportamientos de los cosacos ucranianos del siglo XVI, en una época en la que Ucrania aún no había llegado a formar parte del Imperio ruso, cuando la libertad era para los ucranianos más valiosa que el oro.
Kurkov, comparado muchas veces con Bulgákov, o con el mismo Gógol, ambos nacidos en la Ucrania aún del Imperio ruso, es autor de obras atravesadas sin cesar por un humor corrosivo y una ironía desopilante, con no poca carga de poesía melancólica y clarividente infiltrada en las duras historias con las que suele ambientar sus ficciones.
Publicó su primera novela dos semanas antes de la caída de la Unión Soviética, sin embargo había empezado a escribir muy pronto, cuando a los siete años le dedicó un poema a la muerte de dos de sus tres hámsters, describiendo la emoción del que se había quedado solo.
Este imaginario literario que está compuesto por individuos solitarios y perdedores de todas las batallas, por amistades indestructibles que sobreviven a las grandes tragedias de la historia, así como por la presencia casi permanente de animales que hacen compañía a estos antihéroes y que se protegen mutuamente hasta el fin, continuaría como una constante de toda su obra. Incluso, por imposible que pueda parecer, en tiempos de guerra como los actuales.
En 2005, después de la publicación de su novela El último amor del presidente, en la que Putin era uno de los personajes principales, el Estado censuró toda la obra de Kurkov
UN IMAGINARIO, muchas veces cercano a lo surreal, insertado en atmósferas opresivas, sumamente reales y sombrías. Evitando los detalles más sórdidos, sus historias narran, como un telón de fondo permanente, la corrupción, violencia, crimen organizado y depravación sin leyes llegadas tras la caída de la Unión Soviética.
Las fábulas y sátiras sobre la vida social y política de Kurkov, que en ocasiones adoptan los tonos de un absurdo al estilo de Beckett, suelen estar protagonizadas en segundo plano por algún tipo de animal que contrasta con una inhumanidad y un caos generalizados. Algo que sucede con su novela Abejas grises, pero que también estaba muy presente en la novela que lo lanzó internacionalmente, Muerte con pingüino (Blackie Books, 2018), de 1996. En ella, Viktor, un periodista en paro, a quien le sale un trabajo como redactor de necrológicas anticipadas, decide adoptar a Misha, un pingüino depresivo, ofrecido por el zoológico de Kiev, lo mismo que otros animales, ante la falta de recursos con qué alimentarlos.
A causa del inmenso éxito de público que lograría con esta fábula creada en medio de la hecatombe de la caída de la ex-Unión Soviética, Kurkov, autor igualmente de una treintena de guiones para el cine y documentales, decidiría crear en 2002 una secuela, Los pingüinos no tienen frío. En 2013 publicaría El jardinero de Ochákov (Blackie Books, 2019), una novela satírica y de género fantástico, que navega entre dos tiempos, el pasado comunista y el mundo actual, y cuya trama se desarrolla en la pequeña ciudad portuaria de Ochákov, en la provincia del sur de Nicolaiev, al borde del Mar Negro.
En ella, Igor, un joven en paro que vive con su madre en una casa de los alrededores de Kiev se encuentra un uniforme de la policía de la época comunista y decide ponérselo para asistir a una fiesta nostálgica de disfraces retro, montada con la excusa de evocar al antiguo régimen. De pronto, en un viaje repentino a través del tiempo, como el de la película Goodbye Berlin, Igor se encontrará en 1957. Es decir: con el rublo soviético, el primer Sputnik y con la figura omnipresente de Nikita Kruschev.
Al ser traductor del japonés y hablar siete lenguas extranjeras, sin jamás poner un pie en otro país durante la época soviética, al iniciar su servicio militar Kurkov fue adscrito a la KGB; sirvió en la policía y como guardia de prisión en Odesa, donde escribiría sus primeras obras. Experiencias todas ellas que le servirían en gran parte para sus tramas o thrillers entre surreales y policiacos. También sería la época en que comenzaría a crear sus obras infantiles.
Su primer libro de ficción fue publicado poco antes de la caída de la Unión Soviética y él mismo lo editó y distribuyó, en medio de aquel escenario tumultuoso y desorganizado, de manera realmente rocambolesca. Decidió hacerlo a través de una autoedición, pidiendo dinero a amigos y conocidos, con la intención de crear una editorial independiente. Fue timado, pero no por ello se desanimó y él mismo organizó su propia distribución por toda Ucrania, distribuyendo ejemplares por las tiendas de las principales calles comerciales.
En 2005, después de la publicación de su novela El último amor del presidente, en la que Putin era uno de los personajes principales, el Estado censuró toda su obra. Un año después, sin embargo, le levantaron el castigo y el gobierno ruso consintió en que alguna de sus novelas (que suman cerca de veinte en la actualidad) y sus libros juveniles volvieran a pasar por imprenta. Pero resultó ser un espejismo: en 2008 sus libros dejaron de editarse definitivamente en Rusia. Después de la Revolución Naranja, que Kurkov apoyó, y sobre la que publicó un Diario de Maidán, su editorial rusa rescindió su contrato debido a sus declaraciones públicas sobre la política rusa.
EN SU MARAVILLOSA FÁBULA o crónica entre irónica y amarga, entre tierna y sumamente incisiva, sobre la caída de la Unión Soviética en Ucrania, Muerte con pingüino, el lector se encuentra ante realidades en las que lo extravagante e inesperado, lo amoral y corrompido, ya apenas puede sorprender a nadie. Creando sin cesar una brecha vertiginosa en la que lo absurdo se convierte en normal y lo sórdido en cómico, en una ciudad como Kiev los más insólitos trabajos pueden surgir de la nada y del mismo modo nadie puede tener asegurado tampoco vivir para contarlo al día siguiente.
Viktor Zolotaryov, el protagonista de la novela, es un escritor indolente e inseguro, “a caballo entre el periodismo y la prosa mediocre”. Su especialidad son los relatos breves, “tan breves que no podría vivir de ellos, aunque se los pagasen”. Vive en la capital de una Ucrania por fin independiente, en la que los métodos y el poder incontestable de la mafia local no tienen nada que envidiar a lo practicado por el gran hermano ruso. “Una época desquiciada —como se dirá en la novela— para ser niño, un país desquiciado, una vida desquiciada que ya no tenía ni siquiera ganas de entender, se trataba de sobrevivir y punto”.
En ese momento, aparece Misha en la vida del periodista en paro que es Viktor. Cuando el zoo estuvo repartiendo animales hambrientos a quien pudiera darles de comer, Viktor se pasó por allí y regresó a su departamento con un pingüino rey. Lo que no sabía Viktor aún es que era un pingüino depresivo, insomne y melancólico, que no paraba de suspirar, afectado de una enfermedad congénita del corazón: “Misha se había traído su propia soledad y ahora el resultado eran dos soledades complementarias”.
Ahí ya se iniciará un leitmotiv que se repite en cada una de las novelas de Kurkov: dúos de amistades en principio disímiles, que se dan calor y se apoyan en medio del desorden y la anarquía amenazante y violenta del exterior. Cada vez que entre en su desolador departamento, Viktor se dirá: “al menos hay alguien que me espera en este mundo”. Es una frase que, tarde o temprano, repiten los solitarios protagonistas de sus novelas, tras ser recompensados con la calidez de alguna amistad o compañía inesperada, por disparatada que sea.
Cuando ya había desistido de luchar y batirse en la vida, a Viktor se le ocurre pasarse por un periódico sensacionalista, Stolitchnyé vesti, “que publicaba generosamente desde recetas de cocina a críticas de teatro postsoviético”, con la intención de ver editado su último relato breve. El retrato que hace Kurkov del redactor jefe que lo recibe, entre sarcástico y de un cinismo hastiado, es desternillante: “No se lo tome a mal viejo amigo, pero se necesita algo más gore o una historia de amor tórrido. Métase en la cabeza que el sensacionalismo es la esencia del relato breve periodístico”.
Sin embargo, de forma sorprendente, un par de días después el mismo redactor jefe lo llamará para que vaya a verle, ofreciéndole incluso ser recogido en su casa por un Lada azul. Con un suculento pago por cada pieza escrita, dadas sus dotes ideales “de concisión”, Viktor recibe una oferta: escribir necrológicas anticipadas. “Algo sucinto, lacónico, ultramoderno”, como le señalará el redactor. A partir de recortes de prensa, tendrá que elaborar una lista “que incluya diputados, gángsters e incluso gentes del mundo de la cultura mientras todavía están vivos”.
Ésa será tan sólo la primera de las muertes violentas que tendrán como protagonistas a personas que empiezan
a fallecer de forma sospechosa, tras Viktor haber escrito sus necrológicas .
PASADO ALGÚN TIEMPO, un poco desanimado al no ver ninguna composición suya salir a la luz, “como sucedía en los tiempos soviéticos, en los que todo iba a parar a un cajón”, Viktor reflexiona de forma pesimista sobre el hecho de que “las personalidades se aferraban a la vida; había escrito sobre un centenar de VIP y no sólo no había muerto ni uno, sino que ni siquiera había caído enfermo”.
Sin embargo, al cabo de un año, Viktor ve su primera necrológica publicada. Está firmada, como ya se había decidido en el periódico, anónimamente, por “un grupo de amigos”. Tan alegre está él por la publicación que apenas se sorprende por las extrañas circunstancias de la muerte del diputado-escritor sobre el que había escrito: se cayó por la ventana de un quinto piso, cuando estaba limpiándola. Aunque “ni siquiera era la ventana de su casa y además era de noche”.
Ésa será tan sólo la primera de las muertes violentas que tendrán como protagonistas a personas que empiezan a fallecer de forma sospechosa, tras Viktor haber escrito sus necrológicas. Su jefe ya le había lanzado una misteriosa advertencia, al ser asesinado un periodista de Járkov con el que Viktor tenía concertada una cita en aquella ciudad: “Es el séptimo de los nuestros que cae. ¡Pero no meta las narices en eso! ¡Cuanto menos sepa usted, más tiempo vivirá!”.
El mensajero del jefe no tardará en aparecer en casa de Viktor con nuevos dossieres para realizar las esquelas correspondientes, en su mayoría militares de alta graduación. Un total de veinte aspirantes, con historiales “que combinaban armoniosamente la nostalgia del régimen soviético con el tráfico de armas”. Había de todo y “cuanto más leía Viktor, más siniestro era”: desde transportes de inmigrantes clandestinos por la frontera entre Ucrania y Polonia en helicópteros del Ejército hasta desapariciones de aviones de transporte dados en alquiler.
Todo había empezado a complicarse cuando un enigmático personaje llamado Misha, lo mismo que su pingüino, aparece un día por casa de Viktor, encargándole una esquela para un amigo suyo de la infancia, “un fracasado, abandonado por su esposa, enfermo y solo, con el sueño irrealizable de una Lincoln Silver”. Entablando algo parecido a una incipiente amistad, entre profesional y llevada, como todas las relaciones esos días, por la soledad en la que están inmersos todos, Viktor le cuenta al misterioso Misha sus cuitas y preocupaciones por no ver editada ninguna necrológica suya. Así que “el otro Misha”, el humano, con una confianza cada vez más cimentada, no tardará en dejar al cuidado de Viktor a su hija pequeña, Sonia. Una niña que, rápidamente, queda prendada del enfermizo pingüino Misha, que duerme de pie en un rincón y para el que Viktor prepara baños helados en la bañera de su piso.
Sin embargo, Misha desaparecerá un buen día y una extraña familia, embarcada en las más delirantes y peligrosas aventuras, se forma de repente: Viktor, la pequeña Sonia y el pingüino Misha. Los tres serán escondidos durante un tiempo por su amigo, el policía del barrio Sergei Fischbein-Stepanenko, a causa de la inminente caza decretada contra el involuntario autor de las mortíferas necrológicas, atrapado en el enfrentamiento de dos clanes mafiosos que dominan el crimen y el tráfico de drogas en Kiev, durante la inmediata etapa postsoviética, aún no en guerra, pero sobre el que los periódicos no dejan de hacerse eco a diario de tiroteos y atentados.
A esta troupe de seres tan inocentes como vulnerables, atrapados sin quererlo en medio de una alta tensión ambiental, no tardará en unirse Nina, sobrina del policía Sergei y cuidadora de Sonia, así como el estrambótico pingüinólogo Pidpaly, quien se ha quedado sin trabajo tras cerrar el zoo y que asesora a Viktor en todo lo relacionado con las necesidades de un pingüino rey como Misha. A punto de acabar diciembre, Viktor reflexionará sobre “las cosas extrañas que le había traído ese año”. La principal, enfrentarse a nuevas responsabilidades, algo desconocido en los seres autosuficientes y solitarios: “La soledad había dado paso a una cierta dependencia. La inercia de su propia vida le había llevado a una extraña isla donde le habían caído encima responsabilidades y dinero con qué atenderlas”.
POR SU PARTE, EL ESCENARIO minúsculo, la tierra de nadie abandonada por todos en la novela de Kurkov, Abejas grises, de 2020, es un pequeño pueblo de la “zona gris”, entre el gobierno de Kiev y los separatistas prorrusos, en el que ya sólo viven, se alimentan como pueden y esperan apáticamente no se sabe bien qué —como Vladimir y Estragon en Esperando a Godot—, dos antiguos enemigos de la infancia, Sergueich y Pashka. Pasados los años, la guerra y la soledad los han hecho confraternizar y necesitarse mutuamente.
El primero, aunque descreído y no fanatizado, es proucraniano, y el segundo simpatiza con los “errepedés”, es decir, con los de la autoproclamada República Popular de Donesk, creada en 2014. Una noche, el soñador Sergueich, al que su mujer y su hija abandonaron hace tiempo, como todos los de su pueblo al irse con sus bártulos a lugares más seguros, y que tiene por sola familia a sus abejas y un álbum de recuerdos que ojea por las noches, decide cambiar los letreros de las dos calles donde viven él y su amigo-enemigo Pashka. Su calle, Lenin, se la deja a Pashka, y él adopta la calle Shevchenko, el gran poeta y pintor ucraniano del XIX que profetizó la libertad de Ucrania. En ausencia del resto de los vecinos, el acuerdo es adoptado por una mayoría compuesta por ellos dos. Hay que decir que Shevchenko, un icono popular de la resistencia a la opresión, desconocido por todos fuera de Ucrania y de su diáspora, es la personalidad, por increíble que pueda parecer, que cuenta con más estatuas y efigies en el mundo, después de Jesucristo.
Para evitarles el stress a sus abejas a causa de los incesantes bombardeos de la zona, Sergueich, cuando llega la primavera, decide llevárselas a un lugar más cálido y tranquilo, “donde el aire se llenara poco a poco de la dulzura de las hierbas en flor”. Así podrán recolectar su polen en paz, tras un duro invierno en casa, mientras él disfruta de las bellas praderas repletas de flores y de las magníficas montañas de Crimea. Una misión o road movie que lleva a Sergueich a conocer a combatientes y un buen número de civiles de ambos lados de la línea de batalla:
Los dos ejércitos, el de la errepedé y el ucraniano, quedaban ya tras él, así como el rugir de los bombardeos lejanos y cercanos. Dejaba atrás una guerra en la que no había tomado parte, en la que sencillamente había acabado residiendo por casualidad… De no haber sido por ellas [las abejas], Sergueich no habría ido a ninguna parte; se habría apiadado de Pashka y no lo habría dejado solo.
Las referencias a Europa, la voluntad de alcanzar una unión con un espacio de libertad, la resistencia de los ucranianos a ser invadidos por un autócrata como Putin… vienen desde lejos
EN UN EMOCIONANTE EPÍLOGO, muy ilustrador respecto a lo que había sido el via crucis de la nación ucraniana desde que “en 2013, el intento fallido de Vladímir Putin de arrancar Ucrania de Europa e incorporarla a su ‘familia de pueblos fraternales’ (esto es, a su versión resucitada de la Unión Soviética) acabó en revolución… ese levantamiento popular que se llamaría ‘Euromaidán’”, Kurkov narra lo que le había llevado a escribir su novela Abejas grises:
… Desde el invierno de 2015, menos de un año después de la anexión de Crimea por parte de Rusia y del inicio del conflicto, he hecho tres viajes por el Donbás, la región oriental en la que se ubican Donetsk, Lugansk y la zona gris. Allí presencié cómo el miedo de la población a la guerra y a una posible muerte se transformaba poco a poco en apatía. Vi cómo la guerra se convertía en la norma, vi a personas intentar obviarla, aprender a vivir con ella como con un vecino alborotador y borracho. Todo eso me dejó una honda impresión, tan honda que decidí escribir una novela. El libro se centraría no en operaciones militares ni en soldados heroicos, sino en gente normal a la que la guerra no había conseguido expulsar de sus casas.
Gente solitaria, defensora tenaz y fiel de su casa y su minúsculo espacio de tierra, como Sergueich y Pashka.
Las referencias a Europa, la voluntad de alcanzar una unión con un espacio común y duradero de libertad y democracia, la movilización y resistencia actual de los ucranianos a ser invadidos por una tiranía, por un autócrata como Putin “que quiere dejar la huella grandiosa de quien ha reconstruido un Estado Imperial, para lo cual está dispuesto a destruir al país vecino, un país libre”, según dice Kurkov en su Diario de una invasión (2022), vienen desde lejos.
En 1956, cuando los tanques soviéticos invadieron Budapest, el director de la agencia de prensa de Hungría envió al mundo un mensaje desesperado, que acababa así: “Morimos por Hungría y por Europa”. Tres décadas después, Milan Kundera abriría su célebre ensayo Un Occidente secuestrado: La tragedia de la Europa Central con esta misma escena. Tanto en la revolución húngara de 1956, durante la llamada Primavera de Praga de 1968, o bien durante la revuelta polaca de 1970, “pequeñas naciones” vulnerables, atrapadas entre Alemania y Rusia, proclamaron su anhelo de Europa, su voluntad de fundar y salvar “una Europa archieuropea”.
Hoy día, la resistencia heroica de los ucranianos se inscribe en esta historia europea hecha a base de amenazas y sobresaltos, de entusiasmos y quebrantos, en la que el relato común habla sobre todo de sobrevivir. Como insistía Kundera en aquel texto, las insurrecciones europeas, muy ligadas a la cultura, “han estado siempre preparadas, puestas en marcha, llevadas a cabo por novelas, por poesía, por el teatro, por el cine, por la historiografía, por revistas literarias, por espectáculos cómicos populares”.
Unas insurrecciones y un deseo de libertad que venían de lejos en la historia y que Kurkov recuperará de nuevo en su excelente novela, en este caso ambientada a comienzos del siglo XX, en los tiempos de la Revolución rusa, Samsón y Nadiezhda (Alfaguara, 2023). En ella, Kurkov da vida en su trama a la primera y efímera República de Ucrania independiente, uniendo, como sucede en todas sus obras, lo absurdo con lo ordinario, lo cómico con lo sórdido, o las ficciones de apariencia realista e histórica con toques fantásticos, a la manera del gran autor de El maestro y Margarita, Mijaíl Bulgákov.
La trepidante historia de Samsón y Nadiezhda sucede en los turbulentos momentos posteriores a la Revolución de 1917, antes de caer bajo la tiranía bolchevique. El Ejército Rojo se enfrenta, por un lado, a los rusos blancos del general Denikin, y por otro, a los partisanos de Symon Petlyura, figura insigne del movimiento nacional ucraniano y presidente de la República independiente.
El protagonista de la historia es el joven estudiante Samsón Koletchko, que acaba de perder a su padre y también una oreja, cercenada de un cuajo por un sable cosaco, nada más comenzar la novela. Enrolado en el Ejército y convertido por azar en jefe de la policía soviética, Samsón se tropieza con su primer y misterioso caso, mientras la guerra civil, los pillajes, asesinatos, caos y saqueos son continuos en Kiev. Una ciudad, Kiev, por la que Kurkov, a pesar de haber nacido en San Petersburgo, siente verdadera pasión y ha convertido en su escenario literario favorito, en varias de sus novelas, como es el caso de Muerte con pingüino y la actual.